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jueves, 19 de noviembre de 2009

ANTONIO E. GONZÁLEZ. - YASIH RENDIH (NOVELA) / BIBLIOTECA VIRTUAL DEL PARAGUAY


YASIH RENDIH
Edición a cargo del autor,
año 1960. 310 pp.
Versión digital de los
capítulos III y IV en
.
PIHTAGUÁ (1)
(Los extranjeros)
Capítulo III del libro
YASIH RENDIH de Antonio E. González

(Obs: Recomendamos al lector la consulta del breve diccionario de
vocablos guaraníes
utilizados por el autor con su correspondiente grafía actualizada)
.
Amandaju o Asamblea de principales cari'o, donde más tarde se fundaría Asunción, ante la visita de Juan de Ayolas y Domingo Martínez de Irala, previa a la concertación de la alianza que posibilitó la conquista del Río de la Plata.
.
La noche del 22 de diciembre de 1536 era apacible, levemente fresca.
Durante todo el día había hecho pesado calor, y al caer la tarde, nubes espesas y viento con olor a agua anunciaron la lluvia o cuando menos un aguacero. No cayó la esperada lluvia, pero en cambio el viento del sur refrescó el ambiente.
No había luna. La luz de las estrellas en un cielo sin manchas, bastaba para hacer una claridad difusa. Ahora soplaba brisa del norte, suavísima, apenas perceptible por la frescura del aire, por el tenue olor a humedad que venía de la orilla y por el pesado cabeceo de los bergantines anclados en el gran río fuera del alcance de las flechas aborígenes.
Hacia septentrión, a corta distancia, podía distinguirse una masa oscura que al parecer surgía del mismo río y que cortaba la limpidez del cielo: era el cerro Ghuärambaré, hispanizado después en Avambaré, Arambaré y Lambaré (3), que se erguía sobre la margen izquierda del, río y cuya falda besa el agua. Allí en la playa que forma la base del cerro, sobre el pedregullo mezclado con arena fina, la corriente deposita durante siglos y milenios trozos de madera, frutas negras, restos de peces y de yacaré (4) (cocodrilo), que arrastra desde el septentrión ignoto donde el gran río tiene sus nacientes.
Hacia el este, apenas a doscientas varas españolas de distancia, se podía ver la franja oscura e imponente del bosque virgen. De vez en cuando, surgía y se apagaba una luz movediza.
Fuera del canto monótono de los grillos de la costa, que se escuchaba nítidamente, y de las luces fugitivas, ningún otro signo de vida podría percibirse en la noche, pero los centinelas que vigilaban en las naves sabían muy bien que dentro del bosque y desde los peñascos de la orilla, gran número de ojos humanos no perdían de vista durante un solo segundo a los dos bergantines hispánicos anclados en el canal del río.
Recostado en la borda de popa de una de las naves, de la más adelantada aguas arriba, un hombre estaba inmóvil. Su edad sería como de veinticinco años, estatura normal, trigueño de tez, barba poco espesa y recortada en punta según el uso de aquel siglo. Se había despojado de las altas botas de cuero y calzaba en cambio zapatillas o más bien sandalias de fuerte loneta. Tenía desprendido el cuello del jubón, y no traía ni tahalí ni espada pero sí discreto puñal que pendía del cinturón que sujetaba las calzas, el cual puñal a decir verdad no era visible.
El hombre miraba pasar la correntada por el costado del buque. O más bien dicho, esto es lo que, viéndole, se pensaría que hacía: lo real y cierto es que acodado a la borda, la vista dirigida al agua, el hombre ni veía ni escuchaba nada. El hombre meditaba.
Ese mismo día 22 de diciembre de 1536, en ese mismo lugar del río y de la costa, había desembarcado el jefe de la expedición, al frente de cien soldados. El hombre de la borda quedara en las naves con los setenta restantes. El desembarco obedecía al hecho de que los víveres de los depósitos mermaban alarmantemente desde hacía más de tres semanas, y el día anterior se había dejado ver en la orilla de levante un grupo numeroso de aborígenes armados de arco, espadas de madera, mazas de combate y hachas de piedra: serían sin duda los célebres carios o carioes (5) a quienes conocido había el capitán general Sebastián Gaboto y que eran dueños de mucho mantenimiento y de planchas de oro y plata de no subido valor pero plata y oro al fin. Requeridos los dos guías lenguaraces, guaraníes de nación que vivían en las islas del delta del Paranaguasú, sobre quiénes eran aquellas gentes, habían confirmado que eran carios o earioes del Paraguay sus parientes, si bien pronunciarou ellos cari’o la palabra y no cario o carioes, pero no mucho preocupó este detalle a los castellanos de los bergantines que pues venían en busca de oro y plata y mantenimiento y no a detenerse en sutilezas de la lengua de los salvajes.
La intención del jefe era llegarse al grupo para requerirle bastimento por las buenas. Si los carios o carioes se negaban a darlo de buen grado, les obligaría a ello por fuerza de armas.
Los castellanos se habían alejado cosa de mil y tantas varas de la costa, cuando desde a bordo se escuchó espantable gritería, y desde las cofas los vigías pusieron a sus ansiosos compañeros al tanto de lo que ocurría en la llanura: nubes y nubes de guerreros indígenas surgían de los matorrales, de los peñascos, de las hendiduras del suelo, y para bien decir hasta del aire al parecer, y se arrojaban sobre la compañía de soldados. Momentos despues el combate era un confuso entrevero en el que los vigías no podían, durante largos momentos, distinguir ningún detalle, porque nada podían ver.
En realidad, según se supo después, los castellanos no tuvieron tiempo más que para hacer una descarga con sus arcabuces y para cerrar cuadro enseguida, rodeados por enjambres de enemigos. Pero éstos, si bien atropellaban con gran resolución, no podían romper la formación y entreverarse con los blancos en combate individual en el que sin duda se creían con ventajas: sus pobres armas ofensivas no producían casi efecto contra la muralla de escudos españoles y contras los cascos de hierro batido.
Los guerreros indígenaa caían en gran número, heridos por pelotas de arcabuz, por saetas, dardos, lanzas, espadas y picas, pero también los castellanos perdieron mucha gente, tanto que el jefe, tras de alcanzar el rechazo del primer ataque con muchísimo esfuerzo, mandó ejecutar retirada hacia la costa, en buen orden y sin deatruir la formación en cuadro de su compañía.
Los indígenas, rehechos del primer rechazo, emprendieron otros dos ataques con furia cada vez mayor. El tereer combate se produjo cuando ya los castellanos estaban subiendo a los bateles semivarados en la arena de la orilla.
El cansancio agotaba a la gente, y ya no había disponible ni una sola pelota de arcabuz, y ni un solo dardo de ballesta. ¿De qué podía valer una pica manejada dentro de un bote, en que el apretujamiento de la gente impide todo movimiento, de qué podría servir una espada?
Los indígenas, enfurecidos y valerosos, también podían emplear sus armas con escaso provecho, pero eran rnuchos, y evidentemente sus fuerzas no tenían límites, porque penetraban en el agua con ímpetu de exterminio, y ya llegaban a los botes. Sólo un milagro podría salvar a los soldados blancos.
Y el milagro ocurrió: de pronto tronó en los barcos un estampido colosal, igual al de diez rayos que estallaran al mismo tiempo. Los bergantines, los hombres y la costa se llenaron de espeso humo y de olor a azufre, y cuando el humo se disipó esparcido por el viento norte, los bateles estaban libres de sus temibles enemigos: los carios, empavorecidos, se habían arrojado al suelo abandonando las armas, o huían desalados hacia los matorrales cercanos.
Era visible, desde cierto punto de vista, que los castellanos, aun superiores en las tácticas y artes del combate y en el uso de las armas, no hubieran podido salvarse del exterminio, a no mediar el oportuno apoyo de las naves. Bajo otro punto de vista, también resultaba visible que el expediente de hacerse de bastimento empleando las armas como argumento, venía fracasando desde que la armada había llegado a la Ciudad y Puerto de la Santísima Trinidad de los Buenos Aires (6).
Sin embargo de esta visible verdad, la cuestión de los mantenimientos era primordial: o se conseguía qué comer, cualquiera fuese el medio, o no había más que poner proa aguas abajo y regresar dejándose llevar por la eorrentada, humillados, a dar la triste nueva al doliente adelantado don Pedro de Mendoza.
En estas cosas pensaba el hombre acodado a la borda.
Repasaba en su imaginación las escenas del combate, que él mismo había visto en todos sus detalles, desde el bergantín, y forzaba su cerebro, deseoso de dar con una solución al difícil problema de los víveres, de la continuación del avance hacia septentrión hasta el fabuloso Pirú o Perú la tierra del oro y del lago en que dormía el sol, y del cada día rnás probable retroceso, forzados por el hambre...
Por eso miraba pero no veía las luces fugitivas de la orilla del río, no percibía la fresca brisa, ni sentia el cabeceo de los bergantines, ni escuchaba el canto de los grillos, ni oía el murmullo del agua al rozar el costado del buque.
De pronto sintió que una pesada mano se apoyaba en su hombro izquierdo, a tiempo que una voz harto conocida, de acento duro pero de inflexión amistosa, decía:
– Pensativo estáis, Domingo de Irala... Esto de aprovechar la callada noche y el murmullo de la agua para pensar a solas es cosa de enamorado, e sólo espero oir un suspiro de la vuestra ánima para asegurar que tal es la enfermedad que sin duda os aqueja.
– No deberíades pensar en tal cosa, señor capitán. Mal vizcaíno sería yo e peor soldado, si en estos momentos pusiera el celebro a derretir en paila de amor. Si tuviera doncella amorosa a quien recordar, bastante tiempo la tal habrá de pasarse sin su galán. La verdad es que estaba pensando de qué manera podremos acercarnos a esos carioes que por lo que hoy mostraron, paréceme que buen trabajo nos darán...
– Por Santiago Apóstol que por ésto mesmo es que vine a buscaros, Domingo de Irala. Bien hemos visto por lo de hoy, que no con las armas habremos mantenimiento con aquestos gentiles. No sino bajad mañana. vos mesmo con la armada toda e veredes si vuelve uno solo de los nuestros si no es molido y quebrantado, pero de comida ni para un emplasto. Yo me estoy preguntando muchas cosas a un tiempo, y por la mi fe de Juan de Ayolas os juro, capitán amigo, que a nenguna dellas encuentro salida: primero, si nenguno conoce dónde termina este gran río por do subimos ni dó hemos de dejallo para entrar la tierra adentro a la busca del tal Gran Rey Blanco, de la Tierra Rica e de la gran laguna en que duerme el sol, ni mesmo hacia qué grado e altura queda el país del oro... Segundo, si de la Santísima Trinidad de los Buenos Aires do queda el adelantado a la nuestra espera, hasta aquí, hemos traído más de dos meses de navegar con viento e a remo e no poco a toa e a sirga, bien se ve que otros tantos quizás llevaremos hasta bajar a la costa e tomar la tierra adentro a la parte del norueste. Tercero y final digo yo, si todos los carioes de las tierras por do hemos de pasar son tan valientes como aquestos de hoy, ¿qué fin nos espera, si pornemos cinco o seis meses de viaje entre nosotros y el adelantado, si en mil leguas hay un cuento de carioes, si de aquí en adelante habremos de vivir con una mala galleta por día e un trago o menos de vino agrio, e si no hemos de dar un medio paso sin echar mano a las espadas y a las lombardas?
– Señor capitán e amigo: hablais pues de regresar...
– Poco a poco, don apurado. Nada he dicho de volvernos, que tal no haré yo mientras viva, y menos he dicho de quedarnos aquí e detener la búsqueda de la Tierra Rica. Estaba diciendo que es cosa de poca gracia el dejar aquestos enemigos detrás nuestro, y que pensar en hacer guerra a los carioes es pensar en lo escusado, que pues nos llevará mil años el acabar con tantos como hay.
– Señor capitán : cuando llegasteis ha poco, ¿sabéis en qué estaba pensando? Pues lo mesmo que vos, en este embrollado asunto. Estaba mirando la mancha escura desos grandea bosques y las luces fugitivas que los carioes mueven sin duda para entenderse. Estaba escuchando el maravilloso silencio deste país y mirando la azul deste cielo sin igual, y estaba pensando que, si con el ayuda de Dios nuestro Señor pudiéramos hacer desta generación no enemigos acérrimos como hasta agora lo hecimos, sino amigos y hermanos, es cosa hecha el llegar al lago del oro e a la sierra de la plata e al Potoxchí. Y también es cosa hecha la formación de un reino nuevo, de un reino grande y fuerte, castellano e cario de sangre, elevado hasta Dios nuestro Señor por la gracia de la Sancta Fe y bajo el ceptro del Rey.
– ¡Válame la Virgen de Roca del Moro, capitán amigo, que hablais como un canónigo y razonais como un licenciado! Pues lo que acabáis de decir se parece a lo que yo pienso como un gorrión a otro. Os prometo que en llegando el caso seredes mi teniente de capitán del armada, e agora mesmo os nombro ya mi embajador ante los reinos carioes. Mañana antes de aclarar el dia bajad a tierra. Hablad con los curioes. Disponed cuanto queráis en espejos, en cuentas, en vidrio, en chafalonía. Todo el resgate que trae el armada es vuestro. Conversad con vuestros carioes, cerrad concierto, pactad según os venga en mientes. En una palabra: que podamos subir el rio arriba con la nuestra armada, llegar al Potoxchí, al gran lago e al país de las amazonas, e que podamos regresar bajando por aqueste mesmo río, e todo con mantenimiento bastante para llegar a la Santísima Trinidad de los Buenos Aires, que luego el capitán general e adelantado dirá lo que ha de hacerse. Y entonces dejaremos en paz a vuestros carioes e a los conciertos...
– Agora sois vos el apurado, mi capitán. Os propongo que vayamos ayna a conversar con los cerioes captivos e los lenguas que trujimos de las islas. Mañana bajaré con ellos a la tierra e será lo que Dios nuestro Señor diga.
Los dos capitanes penetraron en el castillo de proa del bergantín. Allí estaban sentados los dos indígenas cari’o capturados esa misma tarde en los combates en tierra, heridos cuando la artillería de a bordo hizo fuego contra las masas de guerreros aborígenes que estaban a punto de concluir con los castellanos en los bateles. Uno de los prisioneros mostraba clara señal de golpe de espada en la cabeza, y el otro la pierna derecha entrabillada con toscos maderos y ataduras no menos toscas.
Sentados en los maderos que hacían de piso del castillo, tambien estaban los dos aborígenes que acompañaban a los conquistadores desde las islas del delta del Paraná al convertirse este río en el majestuoso Plata.
Frente a los cari’o estaba un hombre blanco, de barba enmarañada y de mirada bondadosa, también sentado, sobre un tonelete de vino.
El castillo de proa no era ciertamente un lugar muy apropiado para alojar a los cuatro indígenas y a un soldado castellano de villana condición, pero éste era sin duda un caso muy especial, y el capitán Juan de Ayolas, noble caballero de Briviesca, pasado había por encima de tal impedimento, dando órdenes para que allí alojaran a los dos lenguas y a los heridos cautivos, a todos los cuáles el capitán quería dar a entender con el desacostumbrado tratamiento, que más eran amigos que prisioneros, todo siguiendo ya un plan que meditara, desde momentos después que concluyó el reembarque de su compañía, después del duro combate con los cari’o en tierra. El barbudo soldado blanco que permanecía en el castillo, sin armas, era más bien un acompañante que no un guarda de los cautivos.
Al entrar los capitanes en la estrecha cámara del castillo, si tal puede llamarse un saloncillo de dos varas por tres, reinaba allí un completo silencio no interrumpido sino por los suspiros del español de la barba, que por tener las ventanas de la nariz casi tapadas por gruesos bigotes, y quizá por algún incurado romadizo, bien se podría decir que no respiraba sino suspiraba.
Sin embargo del silencio casi completo, tanto Ayolas como Irala habrían podido jurar, y no en vano, que segundos antes de entrar ellos, todos cinco: el español y los cuatro cari’o, estaban enredados en animada plática. La actitud de los cautivos y los ojos brillantes del barbudo blanco, mostraban a simple vista que preguntas y respuestas flotaban todavía en el aire. Para más, un jarro de estaño yacía en el suelo como al descuido, y estaba diciendo a gritos que su interior acababa de vaciarse de algún contenido.
Juan de Ayolas, viejo capitán de soldados, ducho en mañas de hombres de armas, captó la realidad al primer golpe de vista, e hizo un guiño imperceptible al hidalgo que con él venía, señalando el jarro con el brazo sano:
– Juraría por las barbas del gran turco, y aun por las mías, maese Bastián, que platicando estabas con los carioes, y que si agora estás muy sentado sobre ese tonel, más es por ocultar algún agujerillo de barreno que por reposar...
– Perdonad señor capitán, pero habéis perdido las barbas del tal turco, grande o chico, y también las vuestras, que no os las cobraré por cierto, que pues con las mías tengo bastante y aun me sobra. Estaba sentado en este tonelete porque el cuartujo aqueste tiene tanta altura como cuatro dedos menos que yo, y no es cosa de estarse de pie raspándose la cabeza contra los tablones de arriba. En cuanto a lo otro, bien es verdad que los cari’o son de buena condición e policía, como todos los de su nación, y que estábamos diciéndonos cosillas.
– Si en la mitad he acertado, salvé la mitad de las barbas. Y pues mis barbas siguen seyendo mías; veré de salvar también las del gran turco. Levántate, maese Bastián Alonso, y verás que seyendo yo un cuarto de palmo más alto que tú, aun sobra otro tanto o poco menos entre mi cabeza y los maderos del techo. ¡Hola...! el agujero de barreno está a un costado del tonelete, y tapado con estopa de la tierra... Las barbas queden norabuena pegadas a la cara del gran turco, y tú, Bastián Alonso, eres tan maese carpintero como lengua de primera, bebedor incorregible e grandísimo embustero. Vayan los dos vicios por las dos virtudes, e ponte agora mesmo en traza de hacernos hablar con aquestos carioes, quel capitán Domingo de Irala y yo alguna cosa queremos saber dellos.
– Eso haré yo de muy buen grado, señor capitán, y que Dios nuestro Señor conserve en vos la discreción. Pero mirad que del tonel en verdad no saqué sino el último cuartillo de vino que en él había, y que aun ese cuartillo se bebieron estos buenos cari’o que no yo...
– Pues saca otro cuartillo de esotro tonelete, y da de beber otra vez a los carioes, para desatalles la lengua.
Bastián Alonso el carpintero y lenguaraz, se apresuró a llenar el jarro de estaño, cuya capacidad era ciertamente de más del triple que el cuartillo concedido, y acomodó las cosas de manera tal que no solamente los cari’o bebieran dejándolo a él en el aire.
– Ved señor que los cari’o son de desconfiada naturaleza, y ¿cómo habrán de beber si primero el blanco no mojara la lengua en una bebida que para ellos bien puede ser algún brebaje mortal? Item más, habéis de saber, mis buenos señores, que los cari’o sin duda hallarán muy picante e muy fuerte nuestro vino de Castilla, que ellos no beben otra cosa que un como vino de raíces, harto liviano.
– Pues entonces agora estás tú a camino de perder las tus barbas. Si me acabas de decir que ha poco les distes de beber un cuartillo y tú quedaste mirando los maderos de arriba, e agora sales en que pueden desconfiar y en que no saben beber del nuestro vino... ¡Vamos, don mentiroso parlanchín: alza ya el jarro, y a priesa, que hasta agora todo es plática e más plática!
Bastián Alonso bebió un largo trago de vino, o más bien dicho empinó el jarro sin respirar hasta que quedó en él menos de la mitad del contenido, y después, relamiéndose las gotas que mojaban su cerrada barba y sus no menos cerrados bigotes, lo pasó a los indígenas diciéndoles en guaraní que los que acababan de entrar en el castillo eran dos poderosos tuvichava (7) que tenían especial interés en que curaran pronto, y que por esto le habían mandado a él, Bastián Alonso, que les convidase con aquella bebida que era como el caguíh de los guaraníes todos, la bebida de la amistad y de la alegría.
Los dos heridos aceptaron con visible satisfacción las palabras de maese Bastián, y bebieron, pasándose el jarro. Sólo al tragar hicieron un gesto: el vino español era para ellos demasiado fuerte. Bien es verdad que ya sabían que no era veneno, pues desde hacía buen rato estaban viendo al español echarse trago tras trago entre pecho y espalda, y hacer en cada uno tal gesto de satisfacción, que bien se veía que el caguíh (8) de los blancos debía ser algún licor delicioso que no veneno mortal.
– ¿Qué esperas para les preguntar, Bastián?
– Señor capitán: apurado sois, sin saber que ansí ayna nada han de contar a vuesa merced, antes de que tomen confianza en los blancos. Si me lo permitís, les diré que los jefes cristianos quieren ofrecer algún presente a los cari’o, que ellos mesmos pudieran guardarse para sí, e llevarlo consigo mañana o cualquier día...
– Bien habla el maese, mi capitán – dijo entonces Domingo Martínez de Irala, que hasta este momento guardara silencio – Si gustáis, bueno será dijéredes al maese que hable con ellos todo cuanto quiera, con tal de ganarnos la voluntad dellos.
– Paréceme de perlas la idea. Sigue, maese, con la tu máquina de plática, pero has de darte traza para que no bebas tú solo el vino, no vaya a enredarte la lengua y a escurecer el entendimiento.
Con la licencia recibida, que no podría ser más a gusto del buen maese Bastián, salieron y fuéronse los capitanes, y aquel desplegó una diligencia realmente prodigiosa, tanto que media hora escasa después la natural reserva de los prisioneros ante la presencia de los jefes blancos, se había disipado, si bien es verdad que también se había disipado una buena porción de vino del tonelete, pues el excelente lenguaraz carpintero y barbudo no permitía que saliera palabra de su boca sin su correspondiente baño en un gran trago de vino.
– Agora sí, mis buenos señores, – dijo Bastián Alonso, de pronto, mirando con pena el fondo del jarro de estaño – si estuviéredes aquí os diría que los cari’o son ya nuestros en cuerpo y ánima, y...
– Doyte mis albricias, maese, por la tu buena nueva, y te escuchamos.
– ... sin contar lo que vuesas mercedes quisieran saber – continuó maese Bastián al parecer sin darse cuenta que los capitanes habían entrado al castillo – yo mesmo podría adelantar un buen adarme de noticias sobre los cari’o de aquesta tierra. Punto primero, les dije que vuesas mercedes eran dos altísimos jefes que mucho admiran el esforzado ánimo de los cari’o y que...
– Ansí es la verdad, amigo Bastián Alonso, e no hay mentira en ello – le interrumpió Juan de Ayolas – E muestra dello es este brazo derecho mío que recibió buen golpe de hacha de piedra de los carioes, que no sé cuándo ha de poder manejar nuevamente el espada, y ni aun cómo ha de quedar, que pues todavía no lo he entregado a los ungüentos del algebrista. Sigue maese con lo que más decías.
– Decía pues, que a más dello, veníades a ver cómo estaban las sus heridas e que nenguno les trate mal. Otro sí decía: que los cristianos blancos no piensan ni han pensado en traer guerra a los buenos cari’o de la tierra, que antes bien desean de buenas veras que ellos mesmos fueran mañana ante los sus parientes e les digan que los cristianos vienen aquestas tierras mandados por su rey e por Dios nuestro Señor, como amigos. Item más todavía e último, que el convite de vino dulzón que ha poco les hice fue en señal de la mucha amistad e de nuestro harto querer, que pues el dicho vino se bebe sólo cuando la mucha alegría rebosa en la ánima, e que vuesas mercedes me habían dicho que seyendo ellos lo que deben ser, habrá más vino...
– Suprimiendo este ítem, lo demás todo está de primor – dijo en este punto Juan de Ayolas, temeroso sin duda que el buen maese Bastián no concluyera nunca de hablar y pusiera sin más las manos en el segundo tonelete, al mismo tiempo que daba un suave golpe de codo a su amigo el capitán Domingo de Irala, y conteniendo a duras penas la, risa que se le veía en el brillo de los ojos y en la comisura de los labios – Sigue, maese, con lo que más hubieses dicho a los carioes.
– Pesia mi alma, señor capitán, si me habéis cortado en la parte principal... Pero ya no hay más sino que vos mesmo hagáis más preguntas, que ya es vitoria bastante el que los cari’o hayan depuesto el mal talante que hasta ha poco tenían.
– ¿Mal talante? No lo vide. Pregúntales Bastián de qué generación son.
– Eso lo sé yo muy bien, señor, sin contar que a más les he preguntado. Son cari’o de nación, llamados también caraíva (9), parientes de los que hallamos en la costa de la mar desque a tierra del Brasil se llega, e la mesma nación e generación que los de la tierra de San Vicente e de San Francisco del Mbihasá e del río de Solís e que los de la Santísima Trinidad de los Buenos Aires e que los otros cari’o e caraíva de las islas que dejamos a la derecha mano entrando en aqueste gran río del Paraguay...
– Pues agora estás diciendo cosas que no acabo de entender. ¿Recuerdas aquel mozuelo de la tierra que sólo en la mitad de un día aprendió a mantenerse a caballo e quedó sirviendo de paje al adelantado e Capitán General don Pedro? Pues bien tengo en la memoria quel dicho mozuelo decía ser de nación querandí (10), a agora tú dices que los tales son de la mesma nación que los carioes aquestos.
– De cierto que son la mesma nación, señor capitán. Y tanto que herandíh quiere decir en la lengua de los desta tierra los dormilones. E de igual manera los timbú, cuya es la generación de cari’o do otra expedición harto infeliz que trujera aquestas tierras el capitán general Sebastián Gaboto fundara el fuerte del Espíritu Santo, Con ellos vivimos once años e no menos yo e mi ánima sola, e si no fuera por vos e por vuestra gente, mi capitán y señor, todavía allí estuviera con los timbu. Timbú es en la lengua de la tierra los de nariz ruidosa, e ansí les llaman los otros porque silbar saben por la nariz.
– Y pues que todos son carioes según dices, si los unos con carendíes o carandíes o carandayes, esotros timbúes, ¿qué son pues aquestos?
– Estos dos mozos captivos me han dicho que son ghuärairí o ghuärirí, que de las dos maneras lo dicen ellos.
– ¡Gua... qué...?
– Ghuärairí, mi capitán.
– Por vida mía, que ni en cien años mi lengua podría decir bien semejante difícil palabra... ¿Qué os parece, Domingo de Irala?
– Paréceme en verdad difícil cosa el pronunciar a la perfección semejante enredosa palabra, según veo al maese cómo agüeca la lengua e saea la voz de la mesma garganta e por la nariz silbando o poco menos como lo oímos hacer a los timbú... Mas también es verdad que aprender habremos la trabada lengua destos carioes de la tierra si hemos de hacernos sus amigos, e vos mesmo mi capitán decíades...
– Ansí es la verdad capitán amigo. ¿Y qué quiere decir guarí, guaraní, guairirí o güirirí, o como fuera, maese Bastián?
– Ghuärairí, mi capitán, o ghuärirí. No cuesta mucho aprender a pronunciallo, una vez que viviendo en medio de gentiles los escuchéis todo el santo día. Bien es verdad que a mí y a mi ánima nos costó más de dos meses de constante ensayar. Haced la gh como si la mitad della fuera n, pronunciad ghuä pegando la lengua al paladar e sacad la palabra toda por la nariz e bajando la punta de la lengua...
– Así... guariií... guaririí...? Pues para mi que diciendo guaraní, aunque no saliendo por la garganta ni por la nariz e sin alzar e bajar la lengua como tú quieres, ya está bien e mucho. No esperes cosa mejor, maese, y sigue adelante con la tu plática; que tiempo habremos para hablar mejor la enredosa lengua de los carioes. E más que harto ellos habrán menester el hablar la nuestra lengua que no nosotros la dellos (11).
– Guaraní ya no está mal, señor capitán. Para mí santiguada que diciéndolo ansí no dejarán de entenderos los cari’o e todos los desta tierra que en su lengua hablen. Ghuärairí, e ghuärirí o guaraní como vos lo decís, en la lengua dellos quiere decir peleante.
– Pues por la mi fe que el tal nombre guaraní bien puesto está e bien ganado lo tienen los carioes. Mas dígote amigo Bastián Alonso, que no acierto a ver porqué esotros gentiles, seyendo también carioes, según tú acabas de decir, son llamados los dormilones o los nariz ruidosa, no seyendo en nada inferiores aquestos en punto a guerra. E si yo mintiera, que lo digan el capitán general Sebastián Gaboto y el capitán Pedro de Luján...
– Todos los cari’o pueden ser como no ser ghuärairí, señor, de la mesma forma y manera como todos los cristianos pueden ser o no ser o dejar de ser peleantes o solados por corto o por largo tiempo. Cari’o es como decir vizcaíno, avá es como decir hombre de cualquiera tierra, mbihá es como decir hombre de la su gran nación como nosotros decimos los hombres españoles de las Españas, e ghuärairí, o ghuärirí es como decir al respective soldados guerreros e peleantes. Tengo para mí que igual cosa sucede aquí que en las Españas, y es que seyendo todos españoles, los hombres de cada y tal tierra son llamados según su provincia o reyno con éste o con aquel nombre por los demás e por sí mesmo al respective de su manera de ser e de su nacimiento. Ansí los de Gazcuña, seyendo españoles son llamados vascos mas por ahí se les dice los tozudos porque han de ser cabeza dura hasta no poder más. E lo mesmo puede decirse de los andaluces, que por ser nacidos en Andalucía son por eso mesmo españoles e también por eso mesmo son llamados los...
Juan de Ayolas dió un golpe de codo a su amigo Domingo de Irala, e interrumpió a maese Bastián Alonso con gesto que se esforzaba porque apareciera airado pero bien se notaba que sus palabras salían entrecortadas por la risa:
– Paréceme amigo Bastián que hoy estás empeñado en perder la tu barba, e que si el capitán Domingo de Irala aquí presente no ha cogido ya las tijeras lo haré yo si sigues hablando mal de vizcaínos y andaluces tan luego, como si no hubiera en las Españas otras provincias otros reynos e otras gentes: Domingo de Irala es nacido en Vergara allá en Viscaya cerca de Alava, e yo soy de Bribiesca en la mitad del Andalucía, e más te valiera por tanto no decir lo que dijistes ha poco de vascos e andaluces, maese, que el decillas puede costarte la lengua y no falta en las Españas algún castellano de Castilla por muy maese y carpintero que fuere como tú mesmo, que por deslenguado ande sin lengua. Cuidad vos, capitán Domingo de Irala, que nenguno en el armada olvide el nombre de los carioes, que honrar quiero el valor dellos y que a su tiempo llegue a conocimiento del capitán general e adelantado e del rey nuestro señor don Carlos e de toda la. española gente. Otrosí digo e vos sois testigo dello, Domingo de Irala: si en la batalla desta mesma tarde que nos dieron aquestos guaraníes valerosos, nos vencieran, e yo mesmo muriera, por bueno bien recebido tuviera yo el vencimiento e también la muerte... ¡Por Santiago Apóstol juro y digo que ánimo más esforzado e corazones más valerosos e brazos más duros en toda mi vida he visto, ni cuando vos e yo, codo con codo, nos abrimos paso por entre los genízaros de la turquezca armada allá en Mallorca!
– A la mi fe que decís gran verdad, señor capitán. Y si alguno dudara dello, aquí estamos yo y mi buen espada para mostralle que miente e remiente. Bien os ví esta tarde cuando la vuestra compañía se retraía hacia los bateles, e bien me parecía que ni uno solo de nuestra tan valerosa gente alcanzaría la orilla, según avanzaban de animosos y enfurecidos los carioes. Gracias doy a la intervención de la Santísima Virgen María bajo cuya protección se ha puesto la nuestra armada, e cuya es la gloria deste tan grande suceso.
– Y también gracias a vos, Domingo de Irala, que mandástedes disparar las lombardas de las naos, e gracias al Alejandro Bunberque el lombardero e a Jácome Brumel el otro tudesco su compañero.
– Ansí es la verdad, mas sin duda la Santa Virgen María me puso la intención en el celebro.
– Eso no lo dudaré yo, y para que María Santísima sepa que tan gran favor hizo a cristianos verdaderos, que mañana antes de partir vos para la vuestra embajada, a los carioes, el capellán del armada celebre a bordo de aquesta nao capitana un Te Deum Laudamus en acción de gracias. Y más: prometo a la Santa Virgen que la primera cibdad que se levante en aquestas tierras con el ayuda de Dios nuestro Señor y con buen entendimiento en servicio de su Magestad, llevará el santo nombre de María. Item más, prometo que en llegando a Sevilla de regreso he de llevar un cirio encendido caminando de rodillas desde la borda de la carabela hasta la Iglesia.
– Y yo digo e prometo que en la primera cibdad que aquí hagamos he de edificar a la Santa Virgen una Iglesia Catedral, por mi propia mano e la de nuestros soldados, e también por las de los buenos carioes.
– Pues yo digo a mi vez – terció Bastián Alonso el lenguaraz carpintero – que he de labrar con mis propias manos toda la madera que habrá menester la Iglesia Catedral que levanten vuesas mercedes.
– Bien harás con ello, maese. Nenguno más que tú ha recebido mercedes de Dios nuestro Señor e de su Santísima Madre, que de donde estabas captivo te trujo a la nuestra fortaleza en Sancti Spiritu en la costa, deste mesmo gran río, justo cuando más necesitados estábamos de mantenimiento e de lengua de la tierra en el mesmo punto e lugar. Mas viniendo al caso, me pregunto e me admiro e me tengo de callar sin hallar respuesta: ¿cómo hacías en tierra de carioes timbúes para vivir sin vino e hablando poco? Porque a la verdad que desque subiste a la armada de mi mando no se ha escuchado otra voz y otra plática que la tuya y empezó la merma del vino sin poderse contener.
– Pregunta es esa, mi capitán de mi ánima, que bien mejor contestaría si vuesa merced fuese servido de permitirme tres gotas y aun una sola del vino que hay en esotro tonelete, que la respuesta es alongada e garganta reseca por fuerza no puede dar buena fabla.
– Llena el jarro y echa un trago, maese, pero no olvides a los buenos carioes que nos miran ya como amigos, y venga la prometida respuesta, que pensando estoy en que si todos los soldados e marineros de la nuestra armada tuvieran tu gaznate, habría que llenar las naos no de mantenimiento e de resgate e pelotas de arcabuz e de lombarda sino solamente de toneles de vino.
– Vuesas mercedes no son de Castilla la Vieja como yo, mis señores, do se dice un dicho ques gran verdad, el cual dicho dice que todo hombre en Castilla nacido no ha de alcanzar los cincuenta de edad sin haber bebido dos mil azumbres de buen vino castellano.
– Pues si ansí fuera o tú no eres buen castellano o has salido no poco más de una toesa entera del dicho que dices que dicen, que por lo que tengo visto desque al bergantín subiste, no mucho falta para que llegues a los cuatrocientos azumbres.
– Ansí es la verdad, señor, pero olvidáis que cuando la vuestra gente me recogió en el real hacía once años que captivo estaba entre cari’o gentiles e que estando captivo hice promesa a nuestra Santísima Madre que si me hacía volver con cristiana gente, haría deste cuerpo mío otro hombre e nueva vida...
– Pues por las barbas del gran turco, digo agora otra vez, seguro de que el idem no la perderá: si eres otro hombre y llevas nueva vida e como tal has de beberte otros dos mil azumbres antes de llegar a tus segundos cincuenta años, mal negocio ha hecho el armada al mandar a tierra por tí el batel e más valiera ponerte agora mesmo a la orilla en otro batel. Pero bien mirada la cosa, pienso que sale errada la cuenta, primero porque el vino que hay a bordo no es de Castilla e luego porque con mirarte se ve que pocos días te faltan para llegar a los cincuenta del caso, si es que no andas ya por el pico.
– Mirad señor capitán que cuanto a lo primero no habiendo vino de Castilla el dicho que dicen que se dice ha de cumplirse con cualquier otro que pues la verdad: no está en la calidad sino en la cantidad, y por lo segundo, mi capitán de mi ánima, ya se dijo que la cuenta ha de empezarse desque subí al batel.
– Según eso recién estás en el primer año de edad. ¡Válame la Virgen de Roca del Moro si con esas barbas y con esa facha que cargas agora me sales criatura de pecho! Pero sácame ya de una duda que se me ha entripado en el entendimiento y es que según se mira, si antes de salir de Castilla la Vieja ya tenías el gaznate tal como agora, a buen seguro que dejaste bien atrás los dos mil azumbres del dicho que dicen que se dice...
– Podrá ser, pero vea vuesa merced que cuanto a lo primero no es bien que recuerde lo malo o bueno que hizo el otro Bastián Alonso de mi primera vida. Lo segundo que en aquel tiempo no sabía ni quería, contar más que hasta cinco. Y tercero que bien pudiera ser que bebiese un cuartillo más sobre los dos mil que dice el dicho que se dice, pero vuesa merced no mire el número esato que pues el tal dicho que dije dice dos mil más o menos e no justo.
– En tal caso la cuenta sale conforme. Por un lado o por el otro, por supra o por ayuso, por dentro e por fuera, seguirás hablando por cuatro, mintiendo por diez e bebiendo por veinte. Por tanto lo que agora debes hacer es bajar a tierra, e plantar viña para tu solo consumo de vino por lo menos hasta que toques con la mano los cincuenta de tu segunda vida.
– No puede ser ansí, señor, que no es sólo por gusto que bebo el vino sin por curarme de un romadizo que se me ha pegado en estas tierras de dormir en el santo suelo e de andar desnudo.
– Vuelves escuro el negocio, maese. Yo sé muy bien que para curar el romadizo ha de tomarse el vino hervido e rebajado a la mitad, pues que el vino al natural solo es gusto e no medecina.
– Eso es en nuestra tierra, señor capitán. Aquí todo es nuevo e de diferente manera. Mirad si no que cuando allá en las Españas es invierno aquí es verano, y para que veais que no miento, no hace todavía tres días bien oí cuando el algebrista de a bordo decía quel vino llega aquesta tierra pasado de equinocio e con bien menos espíritu que al salir de las nuestras.
– Sin duda quieres decir que el vino al pasar la línea esquinoccial...
– Eso, eso mesmo decía el tal algebrista.
– Pues maese Bastián Alonso: eres mejor carpintero e lengua que cosmógrafo, sin la menor duda. Cuidarásme bien a los carioes heridos e lo mismo a los otros que con nosotros vinieron de las islas. Les dirás otra vez que los jefes cristianos admiran e quieren bien a los valerosos guariríes o guariíes o guaraníes o como quieras que se diga, e que mañana irán a las sus cibdades acompañando a embajadores cristianos para concertar tratos con los sus reyes, Tú irás con ellos, Bastián Alonso.
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CAPITULO IV
LA ALIANZA...
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